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MASACRE DE CATAVI

LA MASACRE DE CATAVI

Por: Nestor Suxo Ch.

En estas líneas abordamos, a propósito de la Masacre de Catavi de 1942, dos sentidos narrativos: el uno histórico y el otro literario; lo que no significa de ningún modo menguar con el enfoque literario aquel hecho sangriento que ha sido el umbral y momento constitutivo político de la clase más lúcida de América Latina, el movimiento obrero boliviano.

La masacre

La narración histórica toma cuerpo con el informe del coronel Luis A. Cuenca que, comisionado por el Ministerio de Defensa durante el gobierno de Enrique Peñaranda, se estableció en Catavi embestido con la máxima autoridad militar para mantener el orden y aplacar la huelga. En enero de 1943, Cuenca presentó un extenso informe sobre aquella masacre al Ministro de Defensa y al Jefe del Estado Mayor y del cual hacemos referencia.

Todo había comenzado cuando los obreros en asamblea general, presidido por El Sindicato de Trabajadores de Oficios Varios de Catavi, resolvieron el aumento general de sueldos y salarios, no sin antes declarar huelga general a la Patiño Mines. La huelga había comenzado en septiembre de aquel año, ningún diálogo entre la empresa y el sindicato lograron que la demanda de obreros se efectivizara; sin embargo, al amparo de los Decretos Supremos del 12 y 27 de diciembre de 1941, cuya letra decía que las propiedades mineras estaban bajo la autoridad militar y que toda huelga al ser ilegal implicaba también que el ejército del regimiento Ingavi desatara la más cruda acción sangrienta contra aquella multitud de obreros, niños y mujeres.

En aquel informe la participación de la mujer en tanto compañera del obrero ha sido eminente, así por ejemplo tras su llegada del coronel Cuenca a Catavi, el 13 de diciembre, se lee: “…vi una multitud de 200 obreros integrada por mujeres que se habían aproximado al cuartel con objeto de poner en libertad a sus personeros” y un otro símbolo en los albores del movimiento obrero ha sido casi siempre la bandera roja.

Según el informe, aquel 21 de diciembre de 1942, a horas 8:15, una multitud de obreros “llevando a la vanguardia una bandera roja avanzaba en dirección al cordón de centinelas consiguiendo romperlo. Ante esta actitud de parte de los huelguistas y como último recurso para detenerlos las fracciones que resguardaban el cuartel… se vieron obligados a romper el fuego… en los disparos se tuvo que lamentar 4 muertos y 19 heridos… La multitud desenfrenada -continua el informe- llevaba cartuchos de dinamita… Los primeros disparos fueron al aire, pero después… los soldados tuvieron que disparar procurando efectuar el menor número de bajas posible.”

Las ametralladoras tableteaban, la multitud encabezada por obreros, mujeres y niños continuaba firme hacia la gerencia de Catavi. El obrero Gaspar, en declaración a la prensa de La Calle, expresó: “A la cabeza de los que pedíamos pan estaba una anciana que llevaba la bandera nacional y ella recibió la primera descarga de metralla cayendo envuelta en los pliegues de la tricolor boliviana”; aquella anciana era María Barzola, y en memoria a esa mujer obrera aquella planicie se denomina los Campos de María Barzola.

Por otra parte, el informe de Marín J. Kyne, delegado obrero de la C.I.O., refiere sobre la masacre: “Nunca podrá saberse cuántos mineros bolivianos y sus esposas y niños murieron. Oficialmente se admitió que hubo 19 muertos y alrededor de 40 heridos. Sin embargo, un testigo ocular afirmó a lo menos 40 cadáveres fueron carreados en camiones. Un oficial que estuvo en el sitio, declaró que a lo menos 400 muertos fueron enterrados aquel día... Había alrededor de 8.000 personas en la multitud sobre la que dispararon los soldados.”
    

La masacre de Catavi, 1942



La prolepsis

Discurramos ahora en la narrativa sustanciada en el espíritu de un capítulo de la tercera parte de la novela Aluvión de Fuego de Oscar Cerruto, intitulado “Las muchedumbres mueren deslumbradas”, escrita en 1932; antes bien, urge un paréntesis.

La prolepsis, según el diccionario, es igual al “pasaje de una obra literaria que anticipa una escena posterior rompiendo la secuencia cronológica.” O, lo que es lo mismo, la prolepsis es el discurso de la anticipación sintáctica o narrativa; en ese sentido ha sido Epicuro (en Disertaciones) y los estoicos que fundaron su filosofía en la prolepsis como el discurso auténtico del conocimiento.

Es entonces bajo esta percepción anticipatoria que la narrativa de Cerruto discurre la realidad minera en la que Mauricio, el Coto y Jacinta, entre otros personajes, hacen suya la idea de la revolución desde la perspectiva marxista y donde el minero es el sujeto clave de la revolución proletaria, concepto que luego será explayado históricamente en la tesis de Pulacayo: “El caudillo de la revolución será el proletariado” (1946).

Si en Mauricio Santacruz (¿Marcelo Quiroga Santa Cruz?) se encarna el rol social y político de hacer frente a un estado ajeno a la realidad minera; en cambio, es en la figura de Jacinta que se subsume el compromiso con los acontecimientos político sindicales de la mina Espíritu Santo. Al respecto, dice Mauricio así de Jacinta:

- “El verdadero revolucionario no hace literatura de la mujer. La mujer es para él nada más, y nada menos, que un ser humano: una compañera…”

Ahora, asistamos con Cerruto, desde la perspectiva narrativa de la anticipación perceptiva, a aquel pasaje donde Jacinta (al igual que María Barzola) cae como una gran mancha de sangre.

“Por el tren nocturno llegó el inspector general de policía, don Concepción Aldazosa, al mando de numerosa tropa de gendarmería. En la misma estación de ferrocarril, el regimiento hizo ostentación de fuerza, desplegándose en batallones, y penetró en Bajadería con las bayonetas caladas, equipo de campaña y, a la zaga, los mulos de las ametralladoras… Al amanecer, los trabajadores se dirigen a la plaza, en busca del delegado del gobierno, a quien desean someter sus peticiones, exponer sus quejas, exhibir sus derechos… Negrea la compacta muchedumbre; las mujeres serias y resueltas; los hombres, desaprensivos. Tranquilo el sol asoma sus codos luminosos por encima de los picachos del Espíritu Santo… Detrás de las ventanas de la prefectura, el inspector Aldasoza y el intendente Limari sienten el rumor de la multitud que se acerca, luego la ven reventar por las bocacalles y derramarse en la plaza.

- ¿Qué es eso colorado que traen al medio?

- Es una bandera. Vienen en son de desafío.

- ¿Bandera? No, señor; yo se lo he prohibido.

- Parece un disfrazado…


Risueña, segura, Jacinta avanza delante de la manifestación; vestida enteramente de rojo, llamea, en efecto, como una alegría bandera.

Los soldados echan una rodilla a tierra. Apuntan las carabinas. La multitud se detiene desconcertada. Alguien agita las manos, avanzando; los demás retroceden. Una descarga cerrada retumba ruidosamente, y, en medio de la plaza, Jacinta se derriba como una gran mancha de sangre.”

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