Por: Carlos Decker-Molina
La película, en blanco y negro, duraba cerca de seis horas. Fue entonces cuando decidí leer al autor. Encontré un ejemplar en un mercado de segunda mano: un novelón difícil, áspero, como el paisaje humano que retrata. En sus páginas se cruzan el caos, la pobreza, la soledad y una lucidez implacable. Pero, como dice Almafuerte: “No te des por vencido, ni aun vencido”. Leí, releí y prometo volver a leer.
El estilo de Krasznahorkai es un desafío. Requiere tiempo, paciencia y cierta disposición a entrar en un submundo denso, donde lo político, lo religioso y lo existencial se entrelazan. Es uno de esos escritores “difíciles” —como Joyce en Ulises o Cărtărescu en Solenoide—, pero cuando se logra penetrar en su universo, el efecto es casi medicinal: un tónico para el cuerpo y el alma.
Su prosa se despliega en frases larguísimas, a veces sin punto final durante páginas enteras. Cada capítulo parece un solo párrafo interrumpido apenas por el aliento del lector. En medio del desasosiego, emerge un humor cáustico y una imaginería poderosa, con ecos de Kafka y Beckett.
Uno de los personajes más magnéticos de Tango satánico es Irimiás, figura enigmática, profeta o impostor, que encarna la esperanza y la decepción colectiva.
No me atrevo a juzgar a Krasznahorkai solo por este libro, pero su obra es vasta y está bien traducida al español. Un amigo me recomendó Melancolía de la resistencia. “Es una obra maestra del humor negro —me dijo—, y además, más fácil que Tango satánico.”







